Según el mito griego, Níobe, hija de Tántalo y esposa de Anfión, rey de Tebas, había catorce hijos, siete mujeres y siete hombres. La mujer era tan orgullosa de su hijos que se atrevió a reírse de la diosa Latona, que tenía sólo dos hijos, los dioses Apolo y Artemisa.
Para castigar su orgullo, Latona envió precisamente sus dos hijos para matar a los de Níobe. Con arcos y flechas, Artemisa se dirigió a las mujeres y Apolo a los hombres. Según algunas versiones, les mataron a todos, según otras un muchacho y una muchacha consiguieron escapar. El poeta latino Ovidio dice que por el miedo, Níobe se convirtió en un bloque de mármol, y sus lágrimas de dolor dieron vida a una fuente, en el monte Sípilo, en Lidia.
El propósito educativo evidente del mito – la advertencia contra los daños del orgullo – le convirtió en el tema de muchas representaciones artísticas. En los Uffizi hay un grupo de doce esculturas antiguas, copias romanas de un original griego, del cual no se sabe ni la fecha ni el lugar.
Las estatuas que dan el nombre a la gran Sala de Níobe – en el segundo piso de la galería – fueron descubiertas en Roma, cerca de porta San Giovanni, en 1583. El cardenal Ferdinando de’ Medici, futuro gran duque de Toscana, las compró en seguida para su villa romana.
Alrededor de 1770, las esculturas llegaron a Florencia. En 1780, en el período neo-clásico – cuando en Florencia se respiraba un importante aire de renovación artística – fue creada, por el arquitecto Gaspare Maria Paoletti, la sala donde todavía están expuestas. Las estatuas están alineadas en las paredes, un poco separadas para permitir al visitante de admirarlas en forma aislada, sacrificando parte de las relaciones entre las diferentes obras.
Las doce estatuas representan a los personajes de manera dramática y teatral huyendo o golpeados hasta la muerte. El centro del grupo es Níobe, que trata de proteger a la hija menor, y dirige su mirada espantada y suplicante hacia el cielo.
En 2013 la sala ha sufrido una importante renovación, que consolidó los arcos del techo. Hoy en día, los visitantes admiran el estuco dorado, los mármoles claros del suelo que ponen de relieve la fuerte luz natural que entra por las grandes ventanas que dan a la via Lambertesca.